El riesgo de perderlo todo

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Para muchas empresas, de hecho para la mayoría, los riesgos se calculan en función de cómo afectan a la continuidad del negocio. Las organizaciones saben distinguir y evaluar riesgos relativos a ciberseguridad, a la cadena de suministro, a las oscilaciones del mercado, a los accidentes… Pero muy pocas introducen en sus parámetros de riesgos algo que hasta ahora, e incluso ahora, se considera un intangible: la reputación.

Debemos preguntarnos qué significa la reputación para una empresa o una organización y la respuesta es muy simple: reputación significa conocimiento, credibilidad y confianza. Si no nos conocen, si no somos creíbles y si no confían en nosotros ¿qué nos queda? Nada, todo desaparece.

Las complejidades actuales implican que hoy por hoy cualquier organización no dependa de si genera un buen producto o ofrece un buen servicio, sino de lo que cualquier ciudadano anónimo puede decir sobre ella. Un rumor, una opinión errónea, una noticia falsa, pueden hundir en cuestión de horas o incluso minutos la reputación de una gran organización. El ciudadano, de manera individual o colectiva, ha adquirido un poder inaudito hasta ahora. Se convierte en medio de comunicación, en líder de opinión y en fuente de información autorizada y tiene los canales para ello: las redes sociales, la mensajería móvil, e incluso los medios de comunicación tradicionales que lo prefieren a cualquier fuente de información oficial.

Todo ello se debe a que ha cambiado la forma de consumir información por parte de la sociedad. Hemos superado aquella etapa donde el consumo de contenidos se focalizaba en los medios de comunicación, para entrar en una dimensión difícil de gestionar, donde se accede a la información a través de las redes sociales o de la mensajería instantánea. Las cifras son determinantes. Casi el 80% de la población accede a la información a través de las redes sociales y un 26% lo hace por medio de la mensajería móvil.

Esa nueva forma de consumo, que además se produce en un tiempo cero, conlleva que no existan filtros ni garantías. Lo que nos llega lo damos por válido por el simple hecho que nos fiamos más de Twitter o de Faceboock que de la mejor cabecera periodística del país. Y nos genera más confianza aquel amigo, conocido, familiar o compañero que nos enlaza una información por medio de Telegram o de WhatsApp que la principal cadena de televisión.

Casi el 80% de la población accede a la información a través de las redes sociales y un 26% lo hace por medio de la mensajería móvil

Así, nos encontramos con el hecho que fruto de esos nuevos hábitos se instalan rápidamente en la sociedad percepciones para dejar de consumir determinados productos (aceite de palma, carne, atún, panga…) o para adoptar posturas contrarias a empresas y servicios (peajes, banca, remunicipalización de suministros…). Las empresas no solo están perdiendo la credibilidad ante la sociedad, están perdiendo la capacidad de gestionar y salvaguardar su reputación. Entre otras cosas, porque siguen instaladas en la comodidad de una sociedad que ya no existe, aquella que adquiría percepciones sobre las organizaciones a través de los medios de comunicación, que eran los únicos intermediarios entre ellas y la sociedad.

¿Llegaremos algún día a superar esta etapa de debilidad ante la sociedad y ante los nuevos mecanismos de comunicación? Eso es lo que nos debemos preguntar. Qué podemos hacer para adaptarnos a una nueva realidad donde resulta más creíble una persona anónima que da su opinión en televisión que el consejero delegado de una gran corporación. Muchos han confundido esa nueva realidad con una simple presencia en redes sociales, traduciendo al mundo online aquello que ya hacían en el mundo offline. Nos introducimos en las redes sociales y creamos perfiles y así ya podemos volver a controlar y gestionar nuestra reputación. Así vemos diariamente ejemplos de bancos que ofrecen recetas de croquetas, de petroleras que hablan de acoso en las escuelas o de supermercados que nos recomiendan cómo debemos decorar la casa. Hemos confundido las nuevas formas de comunicación con un alud de mensajes que nos parecen simpáticos e interesantes y seguimos sin avanzar en la verdadera gestión de la reputación.

Las empresas no solo están perdiendo la credibilidad ante la sociedad, están perdiendo la capacidad para gestionar y salvaguardar su reputación

Si sabemos que el ciudadano es el nuevo gran medio de comunicación, el nuevo líder de opinión y la nueva fuente de información, es fácil llegar a la conclusión que debemos incorporar el poder de las personas que forman parte de las organizaciones como punta de lanza de la comunicación corporativa. Nuestros equipos humanos deben ser los nuevos transmisores de la cultura de la empresa, de sus valores, de su compromiso social. Debemos integrar al personal en las políticas oficiales de comunicación, pero para ello deberemos modificar totalmente las políticas de comunicación interna. El empleado, la persona, debe dejar de ser un simple destinatario de información corporativa para ser partícipe de la elaboración y de la emisión de contenidos; debe creérselos, debe formar parte de ellos y, en consecuencia, deber ser parte activa de la cultura corporativa de la organización.

La comunicación interna se ha limitado a creer que un trabajador informado es un trabajador feliz y productivo. La nueva comunicación interna debe generar cultura participativa, compromiso, implicación. Pero además debemos ser capaces como empresas de generar contenidos de valor añadido, que interesen, que aporten algo, que sean ciertos y transparentes. No hace falta que demos recetas de cocina si somos un banco. Quizás deberíamos explicar primero cómo gestionar adecuadamente una hipoteca y los riesgos que conlleva.

Nos podemos quedar en la superficie y dejar que el tsunami de las nuevas formas de consumo informativo, los perfiles falsos, las noticias falsas y la información en tiempo cero se lleven por delante a nuestra organización. O bien podemos empezar a introducirnos activamente en ese nuevo mundo con nuevas reglas de juego y donde el acento deja de estar en el logo o la marca para ponerlo en la persona, en lo que piensa y en lo que siente. Y si no somos capaces de convencer a nuestros propios equipos mejor que dejarlo en manos de la suerte, de esa lotería que implica que cualquiera puede más que nosotros.

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